El bisturí contra el martillo: la escarificación como práctica subversiva
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Los hospitales y las prisiones son lugares paradigmáticos de encierro y control de los cuerpos. Paradójicamente, la prevalencia de las conductas de automutilación es estos lugares es también especialmente alta. Por ello, es frecuente que se recurra a la clínica para evitar estos actos. ¿Cómo pueden entonces el personal asistencial y los terapeutas trabajar con los sujetos encerrados sin reforzar los dispositivos de control del cuerpo y arriesgarse a aumentar la experiencia de alienación de las personas que se automutilan? Las autolesiones son el resultado de múltiples factores y pueden considerarse como el producto de una relación de poder entre el individuo y la institución. Sin embargo, lejos de reconocer esta complejidad, la institución penitenciaria intenta controlar estrictamente el sentido de estas conductas clasificándolas en dos categorías exclusivas: acto «impensado», que manifiesta un sufrimiento psíquico y que requiere atención, o acto «pensado», que manifiesta un intento de manipulación y que es reprensible. Una investigación cualitativa llevada a cabo en un servicio de psiquiatría para adolescentes muestra hasta qué punto este tipo de conducta produce un efecto de deslegitimación, que se refleja en el hospital mediante preguntas sobre lo que significa «ser cuidador» en un lugar de encierro. La capacidad de la institución de reconocer este cuestionamiento a nivel institucional, más que individual, podría entonces fomentar la reducción de las conductas de automutilación.
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