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Este artículo examina un programa participativo desarrollado por un arrendador de vivienda social en asociación con una empresa de ingeniería social y, en algunos casos, una empresa de promoción inmobiliaria. Posteriormente aplicado a escala nacional, este innovador programa no se limita a fomentar el diálogo o a reforzar los lazos sociales, sino que busca animar a los y las residentes a pasar a la acción, ofreciéndoles espacios de encuentro y ayudándolos a organizarse de forma colectiva. A partir de encuestas cualitativas realizadas en dos urbanizaciones sociales, se muestra cómo el imperativo de la «buena vecindad» y las imposiciones, sobre todo gerenciales, pesan sobre el personal encargado del programa y llevan a la desmovilización de los residentes que no se adhieren a las formas de participación esperadas.