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La Revolución de Febrero de 1917 hizo sentir sus efectos hasta los confines del Imperio zarista, en los territorios entonces ocupados por el ejército ruso en Anatolia oriental y el norte de Irán. El derrocamiento de la autocracia en Petrogrado se interpretó allí según los intereses regionales y dio lugar a la confraternización entre los ciudadanos rusos y los súbditos iraníes y otomanos, sobre la base de proyectos revolucionarios compartidos. Sin embargo, las iniciativas políticas surgidas en la primavera se toparon con los límites de una memoria común de los anteriores episodios revolucionarios, antes de que las tensiones socioeconómicas de un espacio en descomposición marcaran el fracaso de esta solidaridad transnacional en los márgenes de la Revolución.