La rosa amarilla y la pequeña corona de inmortales
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No reconocido por una madre para la cual es un juguete, Rilke es un niño que carece de un continente, expuesto. Su constitución psíquica permeable y dispersa, incluso disociada, limita su poder de concentración y trabajo. A los veintiocho años conoció a Rodin, descubrió a Cézanne y una cualidad de la visión que tenían en común: la concentración y la pureza de intención. Una mirada así acoge, envuelve y, por tanto, reúne estrechamente en sí misma el objeto de su contemplación. Esta mirada atenta, envolvente y respetuosa con su integridad permite que algo aparezca tal cual y e irradie a su alrededor. Rilke se apropia de esta mirada, que también es la suya, y la ejerce, una y otra vez en dos poemarios, Nuevos poemas, de unos doscientos poemas. El trabajo sobre estos «poemas-cosas», verdaderos objetos de arte que cincela y colorea con sumo cuidado, le proporciona un marco en el que trabaja para reforzar su propia constitución y su poder de concentración. En sus propias palabras, está en camino de convertirse en un trabajador, un largo camino, y solo está en el primer hito.
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