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«Superyó comisario que viene a golpear la cabeza del yo-marioneta», «madre devoradora», «gran fulano cruel supuestamente extraído del complejo de Edipo», Lacan pone en aprietos a las imágenes demasiado familiares de la ferocidad del superyó y de sus orígenes. Aunque declara nunca haberlo abordado seriamente, sin embargo identifica desde el comienzo una estructura de lenguaje: la función del tú, el imperativo puro y tiránico, el significante puro, la ley sin sentido que se escinde de la ley verdadera y, ejerciendo la censura, se extiende por la división del inconsciente. Esta división surge del significante como tal, de la garantía imposible de la ley, y representa, así, el significante faltante. En cuanto origen del sufrimiento del infans, a través de la Verwerfung que provoca, Lacan le otorga a la ley una base real que la hace concreta y singular. El superyó ejerce la coacción de un müβen, de un «hay que», ajeno a la llamada del sollen , del «debe» del ascetismo freudiano «wo Es war, soll Ich werden», abriendo así la dualidad moral de la coerción y el deseo. Ambos cubren y disimulan su fuente, el indecible defecto del significante, S(A/). La clave de su articulación está en la función que vincula la culpa y la renuncia al deseo. El sujeto deseante olvida el superyó. Pero por efecto de la perlaboración (Durcharbeitung), el superyó contribuye paradójicamente a liberar el deseo en el curso del análisis. Es recién más tarde que Lacan dice revelarnos «la esencia del superyó». Dentro de esta voz gruesa, del objeto a causa del masoquismo, resuena la falta de garantía, pero también la llamada del padre original. Tanto para el perverso como para el neurótico, pero de forma diferente, ordena lo imposible: ¡Goza!, que se opone a la no relación sexual. A fin de cuentas, también resulta ser esa fuerza demoníaca que empuja a decir algo. Multiforma, el superyó es irreductible, como atestigua esta «nueva Crítica de la Razón sobre el pivote de lo impuro».