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En febrero de 2018, los graves incidentes militares ocurridos en el sudeste de Siria y en los Altos del Golán bajo control israelí reforzaron la percepción común de que, tras decenios de rivalidad contenida e indirecta, el Estado judío y la República Islámica de Irán se acercaban esta vez seriamente a una guerra frontal. Sin embargo, si se observan cuidadosamente la naturaleza y las realidades de su antagonismo desde el advenimiento del régimen de Jomeini en Teherán en 1979, por una parte, y los intereses bien entendidos de las dos potencias en el Oriente Medio —incluidas sus respectivas opiniones públicas— por otra, se puede dudar razonablemente de su voluntad real de entrar en conflicto. Además, ni siquiera las representaciones cruzadas de la opinión pública israelí e iraní reflejan una profunda hostilidad en una larga duración braudeliana, sino todo lo contrario: perciben respectivamente al mundo árabe como un adversario o, incluso, un adversario... común.