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El uso terapéutico de las sustancias psicodélicas fue concomitante con el descubrimiento del LSD y la mescalina después de la Segunda Guerra Mundial. Originalmente, estos usos terapéuticos se referían principalmente al «acompañamiento» de las psicoterapias (terapias psicolíticas), al tratamiento de las adicciones (alcohol, luego opiáceos) y, por sus capacidades ansiolíticas y antidepresivas, al tratamiento de los trastornos psicológicos postraumáticos, las depresiones resistentes, las patologías obsesivas y psicosomáticas (dolor, migrañas, etc.) y al acompañamiento del final de la vida. Con la prohibición del uso médico de estas sustancias en los años sesenta (tras su clasificación en las convenciones internacionales de prohibición de estupefacientes), también se detuvo la investigación de sus actividades neurofisiológicas y terapéuticas. Durante los años ochenta, se continuaron algunos experimentos poco frecuentes (MDMA, ibogaína), pero hasta 1994 (autorización en Estados Unidos para reanudar el tratamiento con MDMA al final de la vida, y luego en el TEPT) no se reanudó la investigación en la mayoría de los países occidentales, excepto en Francia. Al mismo tiempo, desde finales de los años noventa, el interés etnográfico por el chamanismo ha hecho que se vuelva a reflexionar sobre el uso ancestral de las plantas psicodélicas. Hoy en día, muchas fundaciones científicas (MAPS, The Beckley Foundation, Heffter Research Institute...) y universidades se dedican al estudio de los efectos terapéuticos de las sustancias psicodélicas, y se retoman progresivamente los estudios clínicos y neurobiológicos. Las indicaciones son para el tratamiento de las adicciones, los trastornos psicotraumáticos, junto con las psicoterapias, y todas las áreas relacionadas con la ansiedad y la depresión, así como los estados autistas y la «esquizofrenias resistentes» a los tratamientos convencionales.